Ecos de Amor: La Abuela Siempre Está Aquí

Era una tarde apacible, el tipo de día que la abuela siempre había amado. La casa parecía suspendida en el tiempo, bañada en la cálida luz que se filtraba a través de las cortinas, iluminando cada rincón con una serenidad que hacía mucho no sentíamos. Nos habíamos reunido como tantas veces antes, pero esta vez era diferente. La abuela no estaba físicamente con nosotros, y aunque hacía meses que se había ido, su ausencia aún pesaba como una sombra. Sin embargo, esa tarde algo en el aire era distinto, como si ella estuviera más cerca de lo habitual.

Mientras nos sentábamos en el salón, mi madre empezó a hablar de los pequeños rituales de la abuela, como su costumbre de hornear su famoso pastel de manzana cuando llegaban estas fechas. Todos sonreímos al recordar cómo ese aroma dulce llenaba la casa, haciendo que todo pareciera un poco más acogedor, más seguro. De pronto, en medio de esas memorias compartidas, el ambiente en la habitación cambió de una manera sutil pero palpable. Un suave aroma a canela flotó en el aire, el mismo aroma que siempre acompañaba los pasteles de la abuela. Nos quedamos en silencio, sorprendidos, pero al mismo tiempo, reconociendo esa fragancia como si nos envolviera en un abrazo invisible.


Nos miramos entre todos, sin necesidad de palabras, compartiendo un mismo pensamiento: la abuela estaba aquí, de alguna forma, haciéndose presente en su manera delicada y amorosa. El crujido apenas audible de la vieja silla en la que ella siempre se sentaba nos hizo contener la respiración. Era un sonido familiar, tan discreto y reconfortante como cuando ella se acomodaba en su rincón favorito para observarnos. Mi hermana, con lágrimas en los ojos, murmuró: “Está aquí, ¿verdad?”. No había duda en su voz, solo una certeza suave que todos sentíamos.

Asentimos en silencio, no con miedo, sino con una extraña y profunda paz. Sabíamos que la abuela había vuelto, no de forma física, pero sí con una presencia tan real que era imposible ignorarla. Era como si nos quisiera recordar que su amor nunca se había ido, que aún nos cuidaba, aún formaba parte de nosotros.

El ambiente se llenó de una calidez que no habíamos sentido desde su partida. Mi padre, quien siempre había sido el más afectado por su ausencia, sonrió por primera vez en meses. Su sonrisa, leve pero sincera, fue un reflejo de todo lo que sentíamos en ese momento: alivio, consuelo y el profundo conocimiento de que ella seguía entre nosotros, de alguna forma que nuestras palabras no podían explicar. “Siempre estará con nosotros”, dijo, su voz quebrada pero llena de convicción.

Esa tarde fue distinta a todas las demás. Algo en nosotros cambió, algo sanó. Sentíamos la compañía de la abuela como una luz suave que nos envolvía, como si desde algún rincón del universo ella nos estuviera diciendo que todo estaba bien, que no había de qué preocuparnos. Y aunque no podíamos verla, todos supimos, sin lugar a dudas, que la abuela seguía aquí, cuidándonos, protegiéndonos, desde su rincón de luz eterno. Aquella sensación de paz que dejó tras su visita nos acompañaría siempre, llenando cada recuerdo de amor.

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